Mi amigo Jesucristo

Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos... Ya no os llamo siervos… a vosotros os llamo amigos. Jn 15, 13-15.
 
 

Jesús es nuestro Amigo. En Él encontraron los Apóstoles su mejor amistad. Era alguien que les quería, con quien podían comunicar sus penas y alegrías, a quien podían preguntar con entera confianza. Sabían bien lo que deseaba expresar cuando les decía: amaos los unos a los otros... como Yo os he amado. Jn 13, 34; 15, 12. Las hermanas de Lázaro no encuentran mejor título que el de la amistad para solicitar su presencia: tu amigo está enfermo. Jn 11, 3, le mandan decir. Es el mayor argumentó que tienen a mano.

Jesús buscó y facilitó la amistad a todos aquellos que encontró por los caminos de Palestina. Aprovechaba siempre el diálogo para llegar al fondo de las almas y llenarlas de amor. Y además de su infinito amor por todos los hombres, manifestó su amistad con personas bien determinadas: los Apóstoles, José de Arimatea, Nicodemo, Lázaro y su familia... Al mismo Judas no le negó el honroso título de amigo en el mismo momento en que éste le entregaba en manos de sus enemigos. Estimaba mucho la amistad de sus amigos; a Pedro le preguntará después de las negaciones: ¿me amas? Jn 21, 16, ¿eres mi amigo?, ¿puedo confiar en ti? Y le entrega su Iglesia: Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas.

«Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre, sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva». Él, que ha compartido nuestra vida, quiere compartir también nuestras cargas: Yo os aliviaré. Mt 11, 28, nos dice a todos. Es el mismo que desea ardientemente que compartamos su gloria por toda la eternidad.

Jesucristo es el Amigo que nunca traiciona, que cuando vamos a verle, a hablarle, está siempre disponible, que nos espera con el mismo calor de bienvenida, aunque por nuestra parte haya habido olvido y frialdad. Él ayuda siempre, anima siempre, consuela en toda ocasión.

La amistad con el Señor, que nace y se acrecienta en la oración y en la digna recepción de los sacramentos, nos hace entender mejor el significado de la amistad humana, que la Sagrada Escritura califica como un tesoro: Un amigo fiel -dice el Eclesiastés- es poderoso protector,- el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel,- su precio es incalculable. Ecl 6, 14. Los Apóstoles aprendieron de Cristo el verdadero sentido de la amistad. Y los Hechos de los Apóstoles nos muestran cómo San Pablo tuvo muchos amigos, a quienes quería entrañablemente, los echa de menos cuando están ausentes y se llena de alegría cuando tiene noticias de ellos. 2 Cor 2, 13. La antigüedad cristiana nos ha dejado testimonios de grandes amistades entre los primeros hermanos en la fe.

El trato diario y la amistad con Jesucristo nos llevan a una actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos. La oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás, aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la gratitud.... virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.

La amistad verdadera es desinteresada, pues más consiste en dar que en recibir; no busca el provecho propio, sino el del amigo: «El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos».

Para que haya verdadera amistad es necesario que exista correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos. Si es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la dificultad, «hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín: Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma». Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.

La amistad es un bien humano y, a su vez, ocasión para desarrollar muchas virtudes humanas, porque crea «una armonía de sentimientos y gustos que prescinde del amor de los sentidos, pero, en cambio, desarrolla hasta grados muy elevados, e incluso hasta el heroísmo, la dedicación del amigo al amigo. Creemos -enseñaba Pablo VI- que los encuentros (...) dan ocasión a almas nobles y virtuosas para gozar de esta relación humana y cristiana que se llama amistad. Lo cual supone y desarrolla la generosidad, el desinterés, la simpatía, la solidaridad y, especialmente, la posibilidad de mutuos sacrificios».
El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca habla mal del amigo, ni permite que, ausente, sea criticado, porque sale en su defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir penas y alegrías, animar, consolar, ayudar con el ejemplo.

Esta reflexión forma parte de la colección "Hablar con Dios" de Francisco Fernández-Carvajal, Pascua 5ª Semana. Viernes.


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