Folleto EVC No. 165

LA GRACIA

R.P. Pedro Herrasti, S.M.

 

ARZOBISPADO DE MÉXICO

Censor NIHIL OBSTAT Pbro. Dr. José Luis Guerrero

Por Disposición del Emmo. Sr. Arzobispo Primado de México se concede el IMPRIMATUR

Mons. Rutilio S. Ramos R. Vicario Gral.

México, D.F., 6 de julio de 1992

 

LA GRACIA

INTRODUCCIÓN

Hay en el mundo una riqueza infinita ante la cual todas las demás nada valen. Los tesoros de la ciencia, de la técnica, de las bellas artes, todo lo que el mundo ofrece, no tiene comparación con lo que poseemos los cristianos y que por desgracia muy pocos conocen y aprecian: LA GRACIA DE DIOS.

Dada la mortal ignorancia religiosa de la mayoría de los católicos, estarnos acostumbrados a no definir con exactitud las cosas religiosas, quedándonos con vaguedades totalmente inoperantes. Sí preguntamos al hombre de la calle que nos defina qué es la Misa, qué son los sacramentos, o qué es la gracia, obtendremos seguramente respuestas de lo más superficiales, diferentes y hasta totalmente equivocadas.

Definir y conocer con precisión la GRACIA es de la mayor importancia, porque siendo en realidad el hecho central de la religión, con ello entenderemos todo lo demás.

 

¿QUÉ ES LA GRACIA?

Para comprender la Gracia de Dios, debemos empezar por analizar las distintas clases de vida que conocemos:

La Vida vegetal.

Los minerales existen, pero están desprovistos de vida: son inanimados. En cambio las plantas tienen vida llamada vegetativa que siendo maravillosa, tiene muchas limitaciones. Los vegetales obtienen su alimento de la tierra misma, y del agua. Con procesos interesantísimos, pueden transformar sustancias químicas, según su especie, en tallos, ramas, hojas, flores y frutos de lo más diversos.

Desde las selvas tropicales hasta las zonas desérticas, encontramos vida vegetal, con un maravilloso sentido de adaptación. Sin embargo, los vegetales, con todo y su belleza, son la forma inferior de la vida. No tienen posibilidad de traslación, ni comunicación, ni sensibilidad.

La vida animal.

Los animales, además de funciones vegetativas, constituyen un reino diferente en la escala de la vida. En un complejísimo sistema nervioso, acumulan instintos que nos asombran, por ejemplo las migraciones de la mariposa monarca hasta su "Santuario" en nuestra patria. Ciertamente la vida animal es muchísimo más perfecta que la vegetativa. Cualquiera que haya tenido un perro o un gato lo comprende sin dificultad.

Y sin embargo, la vida animal tiene también grandes limitaciones. Tal vez la más importante es su falta de libertad. Llevados por sus instintos, tienen que realizar lo que éstos les manden, sin poder decidir en contra: el toro de lidia tiene que embestir, no puede evitarlo, aunque en ello le vaya la vida. El ave migratorio, el salmón, las ballenas, tienen que emigrar a su debido tiempo, sin poder evitarlo. Así las programó el Creador con su infinita sabiduría haciendo fatalmente lo que deben hacer.

La Vida humana.

Está por demás querer demostrar la superioridad del ser humano sobre las demás criaturas. El hombre constituye un reino especial, infinitamente más perfecto en la escala de la vida. Ha sido dotado por Dios y nada más él, de razón, de alma inmortal. Se ha tratado de definir al ser humano como "animal racional", pero hay que rechazar una definición tan parcial. Somos más bien "espíritus encarnados".

Lo importante en el ser humano no es su relación con lo animal, sino con lo espiritual. Es el único ser del cual el Creador dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gén. 1:26)

A todas las riquezas de la vida animal, debemos añadir para el hombre, las capacidades de razonar, de amar, hablar, conocer y sobre todo la de decidir por sí mismo. El ser humano es persona, es libre y con el poder de su mente, ha dominado a toda la creación, usando de minerales, vegetales y animales a su antojo.

Desde la cal o el diamante, hasta el toro de lidia o el humilde burrito, el hombre ha sido capaz de someter genialmente a su conveniencia, las riquezas portentosas de la tierra. Dios lo dio ese poder como consta en Génesis 1: 28-30. No cabe duda de que el hombre es la obra maestra de Dios.

La Vida Divina.

Mucho muy por encima de la perfección del ser humano, está la perfección infinita de Dios. No podemos ni imaginaria, como una hormiga no puede ni soñar en la perfección y grandeza del hombre.

Dios escapa de nuestros parámetros. No podemos medirlo ni posarlo, no podemos analizarlo ni clasificarlo. No podemos ni definirlo adecuadamente. No tiene nombre (Yahvé no es nombre propiamente ya que quiere decir "Yo Soy").

Su grandeza y perfección, su infinito poder y sabiduría, su misma eternidad, nos hablan de una Vida Divina de infinitas perfecciones apenas sospechadas por los teólogos. Todas las riquezas de las vidas creadas, no son sino un pálido reflejo de la maravillosa riqueza de la vida de Dios.

La distancia entre Dios y el hombre es infinita. La Vida Divina no es un eslabón más en la cadena de la vida. No es simplemente una etapa superior o una manifestación más perfecta de la vida: es por el contrario, la CAUSA de todo lo que existe, del mundo material y de las diversas formas de vida que conocernos. Es la vida preexistente desde toda la eternidad, y sin la cual nada existiría.

 

LA VIDA DE LA GRACIA

Dios no improvisa las cosas. Desde toda la eternidad decretó la creación del hombre y todo el cosmos obedece a este solo proyecto. Y por puro amor, totalmente gratuito, pensó hacernos el máximo regalo que su divinidad pudiera darnos. No solamente nos creó superiores al resto de la creación por tener razón y espíritu, no solamente nos dio el mundo en posesión y las capacidades para conocer y dominar otros planetas, sino que nos quiso hacer IGUALES A ÉL.

"Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, el cuál nació de mujer y fue sometido a la Ley, con el fin de rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que así llegáramos a ser hijos adoptivos de Dios".

Ustedes son ahora hijos; por esta razón Dios mandó a nuestros corazones el Espíritu de Su Propio Hijo que clama al Padre: ¡Abba! o sea: ¡Padre! (Gál. 4: 4-6) Dios suprime la infinita distancia entre El y nosotros y encarnándose en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen María, se hace hermano nuestro "en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (Heb.4:15) y comparte plenamente nuestra condición humana, para hacernos partícipes de su Divinidad.

El fin último de la Encarnación del Verbo, no fue tan solo la predicación de la doctrina mas excelsa que pudiéramos haber pensado; no fue el darnos un ejemplo insuperable de la mejor manera de vivir; no fue aún solamente el obtenernos del Padre Eterno el perdón de nuestros pecados con su muerte en la cruz. Fue mucho más que eso: HACERNOS PARTICIPES DE LA VIDA DIVINA. ¡ Eso es la GRACIA!

El proyecto eterno de Dios de adoptarnos como hijos suyos, incluía por necesidad, el elevarnos de la simple vida humana a la vida divina, de la misma manera que un hombre para poder adoptar a un animal como hijo, tendría primero que hacerlo humano y sólo entonces el animal humanizado podría decir: " Papá". El Espíritu Santo, divinizando nuestra alma, hace posible esa adopción filial.

 

LA GRACIA EN EL NUEVO TESTAMENTO.

En los Evangelios de muchas maneras Jesucristo nos va revelando esta maravillosa realidad. Ya en el prólogo del Evangelio de San Juan, encontramos lo siguiente: "A todos los que lo recibieron, les concedió el ser hijos de Dios; a aquellos que creen en su nombre, que no de la sangre ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, SINO QUE DE DIOS HAN NACIDO" (Jn 1:12).

Una noche el fariseo Nicodemo visita a Jesús reconociendo que viene de Dios y recibe del Señor las siguientes palabras que de pronto Nicodemo no entiende: "En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo. El que no renace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne, es carne y lo que nace del espíritu, es espíritu" (Jn 3:3-6)

En el capítulo 4 del mismo Evangelio, encontramos el extraño diálogo de Jesús con la mujer samaritano. En un momento Cristo exclama: "¡Si tú conocieras el Don de Dios! Si supieras quien es el que te pide de beber, tú misma me pedirías a Mí y Yo te daría Agua Viva... el que beba del agua de este pozo volverá a tener sed; en cambio el que beba del agua que Yo le daré no volverá a tener sed, el agua que Yo le daré hará en él un manantial de agua que brotará para la Vida Eterna" (Jn 4:10-14).

Es el mismo San Juan quien se encarga de explicarnos la comparación del Agua Viva en el capítulo 7 de su Evangelio: "El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, de pie, decía a toda voz: Venga a Mí el que tiene sed; el que crea en Mí tendrá de beber, pues la Escritura dice: de él saldrán ríos de Agua Viva. Jesús al decir esto, se refería al Espíritu Santo que luego recibirían los que creyeran en El" (Jn 7:37-39).

En el capítulo 17, con palabras conmovedoras, Jesús ruega a su Padre por nosotros: "Que sean todos uno, como tú, Padre, estás en MI y Yo en Ti. Sean también uno en nosotros: así el mundo creará que me has enviado. Esa gloria que me dista, se la di a ellos, para que sean uno como Tu y Yo somos uno. Así seré Yo en ellos y Tú en Mí y alcanzarán la perfección en esta Unidad" (Jn. 17:21-23)

Y no solamente Jesús expresó esta unidad de vida con discursos extraordinarios, sino lo predicó a todo el pueblo a base de parábolas, como la muy conocida de la vid y los sarmientos: "Yo soy la vida verdadera y mi Padre es el viñador... permanezcan en Mí y Yo permanecerá en ustedes. Como la rama no puede producir fruto por sí misma si no permanece en la planta, así tampoco pueden ustedes producir frutos si no permanecen en Mí. Yo soy la vid y ustedes los sarmientos" (Jn.l 5:1 -5).

La Vida Divina que Cristo recibe del Padre desde toda la eternidad, nos la comunica, para que vivamos de Él. Esta doctrina inefable, la divinización del hombre, la entendieron bien los Apóstoles en Pentecostés y uno de los textos cumbres nos llega por el mismo San Pedro, el primer Papa de la iglesia, en su segunda carta: "Su poder divino nos ha dado todo lo que necesitamos para la Vida y la Piedad. Primero el conocimiento de Aquél que nos llamó por su propia Gloria y Poder, entregándonos las promesas más extraordinarias y preciosas. Por ellas USTEDES PARTICIPAN DE LA NATURALEZA DIVINA, después de rechazar la corrupción y los malos deseos de este mundo." (2a Pe 1:3-,4).

 

LA DOCTRINA DE LA GRACIA EN LA IGLESIA.

Este hecho maravilloso, ha sido perfectamente comprendido y aceptado por los grandes maestros de nuestra fe, llamados los Santos Padres, grandes teólogos de los primeros siglos de nuestra era. De manera admirable expresan la divinización del hombre.

Ponemos unos cuantos ejemplos que deben hacernos reflexionar:

San Hipólito, muerto en 235, nos dice en su sermón acerca de la Santa Teofanía: "Por tanto, si el hombre ha sido hecho inmortal, será también divinizado. Y si es divinizado por el baño de la regeneración del agua y del Espíritu Santo, tenemos por seguro que después de la resurrección de entre los muertos, será coheredero de Cristo".

Por su parte San Gregorio de Nacianzo, muerto en 390, nos entrega estas espléndidas líneas: "Reconoce de dónde te viene la existencia, el aliento, la inteligencia y el saber y, lo que es más, el conocimiento de dios, la esperanza del Reino de los Cielos, la contemplación de la Gloria, el ser hijo de Dios, el ser coheredero de Cristo y, para decirlo con toda audacia, el haber sido hecho incluso por Dios".

San León Magno, muerto en 461, en un sermón de la Navidad nos dice: "Reconoce, oh cristiano, tu dignidad y ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada".

La Iglesia canta igualmente a la Gracia en la Liturgia. Existen muchísimos textos, sobre todo en tiempo de Navidad, que rezamos tal vez sin darnos cuenta de su trascendencia. Como ejemplo ponemos tan solo una de las Antífonas del 1º de enero: "¡Qué admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos hace participar de su divinidad".

Todos los días, en la Santa Misa, el sacerdote añade unas gotas de agua al vino que ha de ser consagrado y reza de la siguiente manera: "El agua, unida al vino, sea signo de nuestra participación en la Vida Divina de Aquél que quiso compartir nuestra condición humana". Esta verdad estupenda está pues presente todos los días, permanentemente en la Iglesia. ¿Cómo podemos vivir supuestamente cristianos ignorando la GRACIA?

 

EL ESPÍRITU SANTO ES QUIEN NOS DIVINIZA.

Podemos decir, con toda propiedad, que la Gracia de Dios no es otra cosa que la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros. El mismo Jesucristo nos lo prometía cuando dijo: "Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos y yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes saben que Él permanece con ustedes y estará en ustedes" (Jn. 14:15-17).

También San Pablo nos recuerda en su carta a los Romanos 8:6, que estamos en Gracia por el Espíritu Santo: "Mas ustedes no están en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes".

San Ireneo, muerto en 202, nos enseña: "El Espíritu de Dios purifica al hombre y lo eleva a la Vida de Dios. El hombre espiritual resulta de la mezcla de nuestra sustancia, alma y cuerpo, con el Espíritu Santo". Podemos decir, con toda corteza, que el cristiano está compuesto de cuerpo, alma y Espíritu. Definir al ser humano como animal racional, se queda muy por abajo del proyecto total de Dios. El hombre perfecto es el hombre en Gracia.

 

PRODIGIOSOS EFECTOS DE LA GRACIA EN NOSOTROS.

La presencia del Espíritu Santo en nosotros, opera una serie de cambios formidables en nuestro interior, que aunque invisibles, no dejan de ser reales. Triste cosa es ignorarlos y por ignorarlos, perderlos.

SEMEJANZA CON DIOS

La Gracia hace una realidad el deseo de Dios de hacernos "a su imagen y semejanza". No nos parecemos a Dios por el don de la inteligencia o por la libertad de que gozamos. Se trata de una semejanza real derivada precisamente de la participación gratuita de su Naturaleza Divina.

VIDA NUEVA

Jesucristo reveló su plan a Nicodemo al decirle que debemos renacer de lo alto, es decir, tener una segunda generación, ser engendrados de nuevo, a una vida nueva, añadida a la vida humana recibida de los padres humanos. No se trata de un mero cambio de actitud o un barniz exterior a nuestra persona: es una transformación íntima, profunda, real. Somos aquel "hombre nuevo" del que nos habla San Pablo.

SOMOS HIJOS DE DIOS

Este concepto lo hemos sabido desde pequeños, lo hemos aceptado sencillamente y hemos rezado mil veces el Padre Nuestro con la mayor naturalidad. Pero en realidad es algo inaudito. Entre Dios y el hombre, como hemos visto, existe una distancia infinita, la distancia entre el Creador y sus criaturas. Un escultor no puede llamar hijo a una de sus esculturas.

Ser hijo de Dios es la gloria más grande que el hombre pudiera haber soñado. No hay título de nobleza, nacionalidad, apellido, posición social, puesto político, etc., que pueda compararse con el ser hijos de Dios. Esa es la verdadera y profunda dignidad del ser humano. No solamente somos la criatura más perfecta de la creación, sino que por la Gracia, somos seres divinos.

Poder llamar a Dios Todopoderoso "Padre", creernos hijos suyos, parecería una audacia intolerable y sin embargo, siendo no solamente limitadas criaturas, sino pecadores, el Espíritu Santo en nosotros, nos hace clamar "Abba, esto es, Padre", porque es precisamente "un Espíritu de adopción" (Gál. 4:6).

SOMOS HERMANOS DE JESUCRISTO

Cuando el Señor, en repetidas ocasiones dice: "Mi Padre y Vuestro Padre", nos está diciendo automáticamente: "Eres mi Hermano". Al compartir su Vida Divina con nosotros, se hace hermano nuestro y esto precisamente para hacernos adoptar por el Padre como hijos de Dios. Toda la epopeya de la Encarnación y Redención no tiene otro objeto.

¡Qué nueva relación se establece entre Dios y nosotros al descubrir que somos en Cristo, hermanos! Por eso San Juan en su primera carta, 3:1, exclama asombrado: "¡Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos!"

SOMOS TEMPLOS DEL ESPÍRITU SANTO

Hemos visto que es el Espíritu Santo quien habita en nosotros y nos diviniza. Somos, con toda realidad, un santuario donde Dios habita. San Pablo nos dice en la carta a los Romanos 8:11: "Y si el Espíritu Santo de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por el Espíritu Santo que habita en vosotros".

Igualmente en su primera carta a los Corintios asegura: "¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?" (3:16). Las consecuencias prácticas de esta toma de conciencia le dan al cristiano una dignidad moral que supera todo código ético. Por eso el mismo San Pablo continúa en el versículo siguiente: "Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado y vosotros sois ese santuario".

SOMOS HIJOS DE LA VIRGEN MARÍA

Es también por la Gracia que podemos llamar con toda propiedad a la Santísima Virgen María, Madre nuestra. Del mismo modo que al ser hermanos de Cristo podernos llamar Padre a Dios, la Gracia nos hace hijos adoptivos pero muy reales de la Virgen. Con nuestro hermano Jesús, compartimos a su Padre y a su Madre. Llamar pues a la Santísima Virgen María "Madre" no es tan solo un título cariñoso, como podemos llamar "tío" a un amigo de papá. ¡Por la Gracia somos realmente hijos de Ella!

 

POR LA GRACIA SOMOS SANTOS

Podemos resumir todos estas prodigios en una sola palabra: santidad. Dios es el "Santo de los Santos", la santidad misma, fuente de toda santidad, como proclamamos en la Santa Misa. Y el proyecto eterno de Dios es exactamente hacernos santos, comunicándonos su misma divinidad por medio de la GRACIA. San Pablo, evidentemente inspirado por el Espíritu Santo, nos revela este proyecto de Dios en la introducción de su carta a los Efesios:

"Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor

Jesucristo, que nos ha bendecido en la

persona de Cristo con toda clase de

bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo

antes de la creación del mundo, para que fuésemos

SANTOS e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,

por pura iniciativa suya, a ser sus hijos,

para que la gloria de su Gracia,

que tan generosamente nos ha concedido

en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido

la redención, el perdón de los pecados.

El tesoro de su GRACIA, sabiduría y prudencia,

han sido un derroche para con nosotros,

dándonos a conocer el Misterio de Su voluntad.

Este es el plan que había proyectado

realizar por Cristo, cuando llegase

el momento culminante: recapitular en Cristo

todas las cosas del Cielo y de la Tierra".

Efesios 1: 3-10

 

Sería imposible intentar con palabras meramente humanas expresar con más exactitud y sublimidad lo que Dios desea para nosotros. Todo el proyecto divino de la creación del cosmos, de la vida en el planeta tierra, del origen de la vida humana, no tiene otro objeto que la adopción de la humanidad por el Padre Eterno, dándonos su propia VIDA DIVINA.

No somos, como algunos podrían creer, el resultado de una ciega evolución en la cual aparecimos como por casualidad, cometiendo toda clase de errores y pecados. Desde antes de crear nada, ya Dios pensaba en nosotros con un amor infinito y había decretado que esas pequeñas criaturas, creadas "a su imagen y semejanza", llegáramos a pesar de nuestros pecados, a ser Hijos de Dios, por Cristo el Señor.

En cierto modo podemos decir que la Creación, la Redención y la Divinización del hombre, no son sino tres tiempos o aspectos del mismo proyecto eterno de Dios. Ya en el Antiguo Testamento podemos leer en el Levítico 19:1, este llamado universal a la santidad: "Sean Santos, porque Yo, Yahvé, Dios de ustedes, soy Santo".

La vocación primaria del hombre, la más profunda, la más universal, es el llamado a la santidad. Para eso ha creado Dios todo el universo: para que vivamos en Gracia. Ese derroche de belleza y poderío que son los millones de galaxias, no tienen otro motivo de existir, otra razón de ser, que el permitir la existencia del ser humano en el pequeñísimo planeta Tierra y que los seres humanos fueran redimidos y divinizados por Cristo el Señor.

A partir de la Vida en Gracia, el hombre puede hacer lo que quiera en el mundo. Puede tener la profesión u oficio que le agrade, puede dedicarse a las más diversas actividades que su creatividad lo permitan. Pero siempre en santidad. Si fuera de otro modo, estaría echando a perder el magnífico plan de Dios para cada uno de nosotros. Todo lo que el hombre pudiera hacer, desprovisto de la Gracia Divina, no llegaría a realizarla verdaderamente: "De qué lo sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma" dijo el Señor. (Lc.9:25)

Solamente los santos, los que han vivido en Gracia, han respondido a ese llamado básico echo por Dios al hombre, el resto, triste es decirlo, no ha sido sino una especie de "desperdicio" humano. Y a nosotros, por nuestra libertad, nos toca decidir nuestro destino.

Por desgracia esta sublime invitación, es desconocida por la mayoría de los cristianos. Por no conocer la doctrina de la Gracia, se cree que los santos que veneramos han sido seres extraordinarios, una especie de extraterrestres, totalmente ajenos a nuestras posibilidades o deseos.

"Yo no nací para ser santo", hemos oído decir muchas veces para excusar errores y pecados. "Es de humanos pecar" argumentamos, para seguir pecando. En cambio son muy pocos los que tienen como primer proyecto de sus vidas, la santidad. Planeamos o proyectamos todas nuestras actividades; programamos nuestras vidas para ser profesionistas, casados, ricos, empresarios, agricultores, comerciantes o toreros, pero nunca pensamos que antes de todo ello, debemos ser santos. La santidad no entra en nuestros planes ¡y es lo más importante absolutamente!

Tengamos la profesión que tengamos, ejerzamos el oficio que sea, seamos casados, solteros o consagrados, TODOS debemos ser santos, TODOS podemos ser santos. Nuestra Iglesia nos da un muestrario variadísimo de cristianos que han vivido en Gracia y por tanto han sido santos, en todas las actividades del ser humano. Tenemos niños, como Tarcisio o Domingo Savio; solteros como Federico Ozanam; misioneros como Francisco Xavier; religiosas como Teresa de Avila; viudas como Juana de Chantal; sacerdotes, monjes, labradores, empresarios, aventureros, limosneros, reyes, profesionistas, criados... nuestro santoral es riquísimo en ejemplos de cristianos santos.

Es por eso que llevamos nombres de santos. Llamarse María, Pedro, Ignacio o Lucía, es todo un reto, todo un programa de vida. Tenemos un modelo que imitar, un protector e intercesor, un maestro de vida. Error tremendo es la costumbre de bautizar a un niño o niña con un nombre de moda, no cristiano y que fue inspirado por un artista de dudosa conducta o por la última telenovela.

 

POR LA GRACIA SOMOS HEREDEROS DE LA GLORIA

Muy claramente la Sagrada Escritura en muchas ocasiones nos promete el Cielo si cumplimos los mandamientos de Dios. San Pablo nos dice, por ejemplo, que al recibir al Espíritu Santo, somos hijos de Dios y "coherederos con Cristo" de la gloria.

Casi no pensamos en eso. Estamos tan inmersos en las cosas temporales, tan afanados en la supervivencia física o tan cegados por la ambición de riquezas y placeres, que nunca pensamos en la necesidad de ganar el Cielo después de nuestra muerte. Vivimos como si fuéramos inmortales.

Muy sabiamente la Iglesia ora en el Prefacio II de Cuaresma de la siguiente manera: "Te damos gracias, Padre Santo porque misericordiosamente estableciste este tiempo de gracia para que tus hijos busquen de nuevo la pureza del corazón y así, libres de todo afecto desordenado, de tal manera se apliquen a las realidades transitorias, que más bien pongan su corazón en las que duran para siempre".

Recomendamos encarecidamente la lectura del Folleto E.V.C. 272 que recoge una magistral conferencia del Padre Monsabré acerca del tema del Cielo. El único deseo absolutamente universal en toda la humanidad, es tal vez el deseo de la felicidad. Todo lo que hacemos no tiene otro sentido. Cada quien la busca a su modo y por esas cosas raras de la vida, podemos decir que muy pocos la consiguen. Y lo peor es que en la búsqueda de la felicidad terrena, olvidamos muy a menudo la auténtica felicidad que Dios nos ofrece.

No es fácil hablar del Cielo, porque como San Pablo dice: "Ni el ojo vio ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Cor, 2:9) Al participar de la Vida Divina por la Gracia, Dios nos capacita a tener en la Gloria, una felicidad como la que El mismo goza. Eso escapa totalmente de nuestra experiencia e imaginación.

Podemos poner una comparación: el hombre goza con la música y mientras es más culto goza de la mejor música, como puede ser un concierto sinfónico o una ópera. Pero si por casualidad un perro se halla presente en el concierto, no entiendo nada ni goza nada. No tiene capacidad alguna para ello.

Nosotros, en esta vida, no podemos ni sospechar la felicidad celestial. Por la Gracia tenemos ganada la entrada a la gloria, somos coherederos con Cristo y al morir oiremos las maravillosas palabras anunciadas por el mismo Señor Jesús: "Ven, bendito de mi Padre, toma posesión del reino preparado para ti desde la creación del mundo" (Mt. 25:34).

Y en la medida en que hayamos amado a Dios y vivido en plenitud en Gracia, en esa misma medida gozaremos por toda la eternidad. Aquel que apenas se conformó con no cometer pecado mortal y vivió mediocremente su cristianismo, no gozará de Dios como aquel otro que se esforzó denodadamente por desterrarse su alma todo pecado, toda imperfección y trató de vivir todas las virtudes al máximo.

La criatura más feliz en el Cielo, es evidentemente la Santísima Virgen María, que fue la "llena de Gracia", y jamás puso obstáculo alguno a esta plenitud de Vida Divina.

¡Cosa triste perder eternamente la felicidad misma de Dios, por buscar vanamente la felicidad inmediata y terrena en el pecado!

 

SANTIDAD Y PERFECCIÓN

Dios nos comunica Su propia Vida Divina desde el bautismo, aún antes de que podamos apreciarla o comprenderla. Es un don divino absolutamente gratuito, como la misma vida humana. Nadie ha pagado nada para nacer. Nadie puede pagar nada para obtener la Gracia Divina.

Pero toca a nosotros, recibir este don precioso de la mejor manera posible durante toda nuestra vida. Es nuestra obligación tender a la perfección humana para darlo a Dios el mejor recipiente de su Gracia.

Así sucede con la vida natural: el niño ya está vivo entre nosotros, pero esa vida humana debe llegar a su perfección y madurez. Habrá que alimentarlo, curarlo, vigorizarlo, favorecer su crecimiento en todos los aspectos. Hay personas que por deficiente alimentación o por falta de salud, llevan una vida precaria. Están vivas, ciertamente, pero no en plenitud.

Lo mismo pasa con la Vida de la Gracia. Mientras no perdamos la Vida Divina en nosotros con un pecado mortal (por eso se llama mortal: porque mata la Vida Divina en nosotros) estamos en Gracia. Pero podemos llevar la Vida en Gracia lánguida y enfermiza, no en plenitud. Podernos decir que hay santos al 100% pero otros apenas al 50 o 20%.

En la medida que perfeccionamos nuestro ser humano, permitimos a Dios llenarnos más y más de Su propia Vida. Un triste ser humano, lleno de debilidades y carente de enjundia, no pasa de ser un triste santo. Sin cometer pecados mortales, ofrece a Dios una vida mediocre, pálida, seca, a punto de morir. Si bien no podemos obtener la Gracia por nuestros propios méritos, como nos enseña San Pablo en su carta a los Efesios 2:9: "Ustedes no tienen ningún mérito en esto: es un don de Dios"; sin embargo podemos y debemos perfeccionar nuestras vidas para poseer en plenitud esa Vida Divina que Dios nos otorga gratuitamente. ¡Eso sí depende de nosotros!

Es nuestro deber lucha en contra de nuestras imperfecciones, a ejemplo de nuestros Santos Patronos; no solamente evitar cuidadosamente todo pecado mortal, lo que sería la muerte de la Gracia sino igualmente los pecados veniales y las simples imperfecciones. Darle a Dios lo mejor de nosotros para que Él nos dé su Gracia en abundancia.

 

EL MODELO PERFECTO DE LA GRACIA

Todos estamos llamados a la Gracia y todos debemos ser santos, pero también es cierto que todos somos pecadores. Por esa falla que la Iglesia llama el Pecado Original, nacemos ya inclinados al mal. Todos tenemos la infeliz experiencia de que hacer el mal es mucho más fácil que hacer el bien.

Pero ha habido una excepción: aquella Mujer, que desde toda la eternidad estaba destinada a ser la Madre del Verbo Encarnado, Cristo el Señor. Por una gracia especialísima, en virtud de los mismos méritos de Cristo, María de Nazaret fue preservada del pecado original y por lo tanto de esa inclinación al mal que todos sufrimos.

La Virgen María, y solo ella, es la "Llena de Gracia", como fuera saludada por e1 Angel Gabriel el día de la Anunciación. Sólo a Ella reserva la Iglesia el superlativo "Santísima". Los demás, podemos ser más o menos santos, pero Ella alcanzó, por su Inmaculado Concepción y su Maternidad Divina, el más alto grado de santidad que un ser humano pudiera tener. ¡Así tenía que ser la Madre del Salvador!

Nosotros no tenemos la plenitud de Gracia como la Santísima Virgen María, pero estamos obligados, por amor a, Dios, a tender a la máxima santidad. Muchos ejemplos tenemos en la historia de la Iglesia. Lo cura es conformarnos con la mediocre idea de simplemente no cometer pecados mortales.

Sin pretender alcanzar nunca la santidad infinita de Dios, debernos, sin embargo, tender hacia ella como nuestro más caro ideal. Todos los demás ideales que tengamos en la vida, pasan a ser secundarios. Y sin embargo hay que ver el frenético empeño que ponen los humanos en conseguir una gloria efímera, un placer pasajero, como puede ser un campeonato deportivo, un récord mundial, un poco de fama o simplemente riquezas materiales.

Somos capaces de sacrificar todo por obtener belleza física y descuidarnos totalmente la perfección moral de nuestro espíritu, que es el receptáculo adecuado de la Vida Divina.

 

¿QUÉ ES EL ESTADO DE GRACIA?

La presencia del Espíritu Santo en nosotros, no es pasajera sino permanente; por eso decimos que la Gracia es habitual. Por ser un estado permanente también llamamos a este hecho Estado de Gracia. Tan solo el pecado mortal rompe este estado y arroja al Espíritu Santo de nosotros.

Conviene tener ideas precisas y bien claras de lo que es la Vida o Estado de Gracia para aprovechar plenamente de este don formidable. Muchos fieles tienen una idea sumamente pobre al definir la Gracia como el no tener pecado mortal en la conciencia, como si la Gracia fuera algo meramente negativo, la ausencia del pecado mortal, cuando es en realidad lo más positivo que pudiéramos imaginar: Dios presente permanentemente en nuestras almas, vivificando, santificando, divinizando nuestro ser.

 

IMPORTANCIA DE DISTINGUIR LOS PECADOS

También por ignorancia religiosa la más grave de las ignorancias muchos fieles se abstienen de la Sagrada Comunión creyéndose en pecado mortal, o por el contrario, comulgan sacrílegamente como si nada.

Ciertamente toda acción mala es pecado. Lo que es más, podemos pecar aún de omisión. Pero no todos los pecados son mortales. Ya el Apóstol San Juan hace la distinción entre"pecado que lleva a la muerte y el que no lleva a la muerte" (1 Jn. 5:16) o sea, distingue entre lo que ahora llamamos pecado venial y mortal.

Hablando de enfermedades, hay algunas que dañan la salud, merman la vitalidad, y sí son descuidadas, podrían llevar finalmente a la muerte. Otras en cambio, son mortales de necesidad desde el primer instante. Lo mismo sucede con los pecados veniales que no matan en nosotros la Vida de la Gracia, aunque sí la debilitan y son el camino lógico para cometer pecados mortales a la larga. En cambio los pecados mortales, uno solo de ellos, arroja al Espíritu Santo de nosotros y nos pone en peligro de condenación eterna.

Todos los pecados ofenden a Dios y no podemos restarle importancia a los veniales, pero es necesario saber distinguir entre ambos. Para que un pecado sea mortal debe tener las tres siguientes condiciones: pleno conocimiento, pleno consentimiento y materia grave. Si por desgracia estas tres se han dado, debemos abstenernos de comulgar y buscar un sacerdote a la mayor brevedad.

El Apóstol San Pablo nos advierte duramente: "Así pues, quien come el Pan y bebe el Cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y la Sangre del Señor. Examínese pues el hombre a sí mismo y entonces coma del Pan y beba del Cáliz, pues el que sin discernir como y bebe el Cuerpo del Señor, se como y bebe su propia condenación" (1 Cor. 11: 27-29).

Es urgente, por tanto evitar los dos extremos de una conciencia escrupulosa, que cree que todo es pecado mortal y por lo tanto nunca comulga y la conciencia laxa para la que nada es mortal y comulga indiscriminadamente. El cristiano debe formar correctamente su conciencia ayudado por las sabias enseñanzas de la Iglesia. Todo católico debería tener un buen confesor o director espiritual que le ayudara a discernir el bien del mal. No es prudente ser juez y parte y menos siendo ignorante en religión.

No podemos ni debemos soslayar el hecho de que en nuestra alma se libra la más feroz de las batallas desde la aparición del hombre en este planeta: la batalla entre el bien y el mal. Somos el campo de batalla entre La Gracia y el pecado y cada uno de nosotros tiene el tremendo poder de decidir el resultado. En eso precisamente consiste la última consecuencia de la libertad humana.

Por eso, conociendo el maravilloso Don de la Gracia y las terribles consecuencias del pecado, debemos evitar cuidadosamente toda clase de ofensas a Dios y por el contrario, santificar al máximo nuestras vidas para dar al Espíritu Divino amplios espacios en nuestras almas. Realmente podemos decir que este asunto es cuestión de Vida o Muerte eternas.

 

COMO LA GRACIA LLEGA A NOSOTROS.

En su infinita sabiduría, Nuestro Señor Jesucristo, sabiéndonos tan dependientes de los sentidos, quiso hacernos llegar su Vida Divina a través de los SACRAMENTOS, que son siete ritos sagrados perfectamente perceptibles por nuestros sentidos. Por los Sacramentos, Dios significa y produce en nosotros el milagro de nuestra divinización.

Es de todos sabido que el primer Sacramento que se recibe es el Bautismo y que a partir de ese momento la Vida Divina está en nosotros; pero todos los demás Sacramentos confieren la Gracia, cada cual a su manera y acrecientan en nosotros esa Vida Divina. Los Sacramentos acompañan nuestra existencia terrena en cada una de sus etapas, santificando cada una de ellas:

Si con el Bautismo nacemos a la Gracia;

Con la Confirmación la robustecemos y adquirimos la madurez cristiana;

Alimentamos nuestra alma con la Sagrada Eucaristía, sabiendo que quien no se alimenta, muere;

Con el Sacramento de la Reconciliación podemos recuperar la Gracia si la hubiéramos perdido por un pecado mortal;

En los momentos difíciles de la enfermedad o del peligro de muerte, la Unción de los Enfermos no solamente aumenta la Gracia en nosotros, sino que puede recuperarse la salud quebrantada;

Cuando llega el momento del amor y se piensa en fundar una familia, el Matrimonio Sacramental santifica la unión y diviniza el mismo amor humano.

Y si el Señor como en Galilea, llama a un joven al sacerdocio, el Orden Sagrado le confiere los poderes divinos del mismo Cristo.

Así pues, todos los Sacramentos son canales de Vida Divina. Así lo quiso Jesucristo y así lo ha vivido la Iglesia a lo largo de 20 siglos, fiel a sus órdenes y enseñanzas. Nuestra vida cristiana, es pues, eminentemente sacramental.

Fuera de los sacramentos no podemos hablar de cristianismo. Una persona que se cree cristiana sin frecuentar los Sacramentos, está totalmente equivocada. No podemos vivir en Gracia sin los Sacramentos.

Existen muchas devociones, buenas en sí, como la veneración a la Santísima Virgen María y a los santos. Es positivo tener sus imágenes y usar escapularios y medallas. Es bueno hacer novenas, peregrinaciones, mandas y llevar al templo veladoras y flores. Pero todo eso sin los Sacramentos, no es suficiente.

Las diversas devociones deben llevarnos al deseo de vivir en Gracia y a la frecuentación de los Sacramentos. De otra manera, no sirven de gran cosa. Ya puedo tener mi casa atiborrada de imágenes si vivo en pecado mortal, de nada me servirán.

 

LA GRACIA NO ALTERA LA NATURALEZA HUMANA.

La doctrina católica de la Gracia, no tiene nada que ver con el panteísmo de algunas religiones orientales, que consideran que todo es Dios, o sea, no conocen al verdadero Dios y lo confunden con sus criaturas, aún las más inferiores.

Por el contrario, la Gracia divinizando al ser humano, respeta su naturaleza plenamente una comparación puede ayudarnos a comprenderlo: nada más distinto que el fuego y el hierro, El primero es luminoso, caliente, gaseoso y el segundo es duro, frío, sólido, oscuro y sin embargo, cuando el herrero pone en contacto el hierro con el fuego, sin dejar de ser hierro, adquiere las cualidades del fuego: ahora es dúctil, caliente, luminoso.

Es lo que sucede con nuestras almas al contacto con el fuego divino de la gracia. No por nada se representa al Espíritu Santo como fuego. Permaneciendo Dios trascendente, se comunica a nosotros que permaneciendo humanos, quedamos inflamados con la Vida Divina.

 

TEMOR 0 DESCONFIANZA ANTE LA DOCTRINA DE LA GRACIA.

No hay que retroceder, asombrados, ante la aceptación de esta doctrina que nos enseña que por la Gracia participamos de la Divinidad. Nuestra Divinización, anunciada e instituida por Nuestro Señor, predicada valientemente por los Apóstoles y los Santos Padres, cantada audazmente en la liturgia, no suprime nuestra humanidad. No dejarnos de ser criaturas por el hecho de participar de la Divinidad de Jesucristo.

Por lo general, conscientes de nuestro pecado, más bien tendemos a alejarnos de Cristo que a identificarnos con Él. ¡Somos tan poca cosa por nosotros mismos! A quien tuviera la tentación de orgullo o tomara de modo exagerado la presencia de Dios en él, se le podría decir lo que dijo San Bernardo a uno de sus monjes: "El asno que llevó a Nuestro Señor, no dejó por eso de ser asno".

Las almas dedicadas a la perfección, meditan estas verdades y se esfuerzan por vivirlas y saben bien cuánto cuesta la configuración con Cristo. "Lejos de hincharse de orgullo, escribe Santa Teresa, se confunden en su pequeñez".

La contemplación de las gracias recibidas, las hace conocer mejor su miseria. Tiemblan temiendo ser como un buque que hiciera zozobrar el peso de la carga. Además, el temor de perder al Huésped Divino, debilita su confianza en sí mismas. Cuanto más colmadas de gracias se ven, tanto más temen ofenderlo y desconfían de sus propias fuerzas.

 

CONCLUSIÓN

FRUTOS QUE DEBEN SACARSE DE ESTE DOCUMENTO

* Tener por la Gracia el máximo aprecio, ya que nos hace PARTICIPES DE LA VIDA DIVINA.

* Desear con toda el alma ser Santos.

* Estimar sobre todas las cosas a los SACRAMENTOS que nos dan la Gracia y son prenda de Vida Eterna.

.* Amar y defender a nuestra Santa Madre Iglesia, que nos ha engendrado a la vida de Dios y nos santifica continuamente por medio de los Sacramentos, riqueza infinita recibida de Cristo el Señor.

.* Acudir regularmente al Sacramento de la Reconciliación aunque no tengamos faltas graves, para alejarnos cada vez más del pecado y recibir dirección espiritual.

* Recibir la Sagrada Eucaristía lo más frecuentemente que podamos, diariamente si es posible, para acrecentar la Vida Divina en nosotros. Es el único Sacramento que puede ser parte de nuestra vida cotidiana.

* Respetar y orar mucho por nuestros sacerdotes, que han ofrecido a Dios su vida entera para comunicarnos la gracia por medio de su ministerio.

 


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