ARQUIDIOCESIS PRIMADA DE MÉXICO

R.P. Pedro Herrasti, S. M.

NIHIL OBSTAT

11 de febrero de 1999 Pbro. Dr. José Luis G. Guerrero Rosado Censor

IMPRIMATUR 16 de febrero de 1999 Pbro. Lic. Guillermo Moreno Bravo

Vicario General

1a. Edición 1999

 

DIOS PADRE

Introducción

El primer versículo de la Sagrada Escritura es todo un tratado de Religión, un tratado filosófico, un poema insuperable: "En el principio creó Dios el cielo y la tierra" (Gén. 1, 1)

Para el autor sagrado la existencia de Dios es algo tan evidente, tan lógico, que no se detiene en discutirla, no pierde tiempo demostrándola. Dado que hay cielo y tierra, esto que estarnos viendo, existe un Dios Creador. Obviamente la creación clama por un Creador; no existiría nada si Dios no lo hubiera creado de la nada.

De un plumazo, en diez palabras, resuelve esa incógnita que tratados innumerables de Apologética intentan demostrar y también borra los no menos numerosos libros que se empeñan en negar la existencia de Dios Creador en contra de toda lógica.

Es por eso que el primer artículo de nuestro Credo, desde los Apóstoles hasta nuestros días, declara precisamente nuestra Fe en un Dios Creador, Padre de todo lo creado e infinito en su poder. "Creo en Dios Padre todopoderoso".

Nuestro Símbolo de Fe comienza con la creación del cielo y de la tierra, ya que la creación es el principio y el fundamento de todas las obras de Dios. Como en la Biblia, la primera afirmación del Credo es la Fe en la existencia de Dios, "Creo en Dios" porque es también la más fundamental.

Dios es Unico.

Otra versión del Credo añade "un solo Dios", porque Dios es único: no existen ni pueden existir otros dioses, afirmación repetida una y otra vez en el Antiguo Testamento para asegurar el monoteísmo del Pueblo de Dios, rodeado como estaba de pueblos idólatras que creían en muchos dioses, todos falsos evidentemente". "Escucha Israel: el Señor tu Dios es el único Señor" (Dt.6,4).

Dios es eterno.

El concepto de eternidad nos descontrola porque habiendo nacido nosotros en el tiempo, acostumbrados al ayer, el hoy y el mañana, estamos tentados de considerar a 1,a eternidad como un tierno enorme, como una sucesión infinita de días y de años. El diccionario define la eternidad como:"aquello que no tiene principio ni fin pero también como espacio de tiempo muy largo". En la Sagrada Escritura también encontramos estas expresiones: "Antes que los montes fuesen engendrados, antes que naciesen tierra y orbe, desde siempre y hasta siempre, tú eres Dios" (Sal.89,2). La Iglesia misma emplea este lenguaje muy humano al concluir sus oraciones con un solemne: "por los siglos de los siglos".

Pero la eternidad no es un tiempo largo, por largo que este sea, sino el "no-tiempo". Dios no está en el tiempo, su existencia no está sujeta al transcurso de los siglos sino que vive en un continuo presente, sin un antes ni un después. Ya Aristóteles lo definió filosóficamente como "Acto puro" es decir, en Dios no hay cambiar. Él está presente en Sí mismo eternamente inmutable.

Dios es Todopoderoso.

En la liturgia empleamos continuamente la invocación a "Dios Todopoderoso y Eterno", porque en efecto, Dios todo lo puede. Al contemplar las maravillas de la creación y hasta los acontecimientos cotidianos, comprendemos el todo poder de Dios. Las distancias abrumadoramente enormes del cosmos, el número incontable de millones y millones de galaxias compuestas a su vez por millones de estrellas, y por otro lado las infinitamente pequeñas partículas de los átomos que contienen un misterioso poder capaz de destruir nuestro planeta, nos hablan de un Ser Creador de un poder infinito.

 

El Nombre de Dios.

El hombre es el único ser en la Creación que pone nombre a las cosas. De ahí nacen los diversos idiomas según las distintas regiones del planeta. Y también quisiera ponerle nombre a Dios, como si fuera parte de la creación. Pero Dios es totalmente aparte: Dios no es "clasificable", no es nombrable. Y por eso cuando Moisés le pregunta su Nombre, Dios contesta: "Yo soy el que soy" (Ex. 1 5,13-15), nombre misterioso, Como Dios es misterioso. Nombre revelado y como resistencia a tomar un nombre propio y por eso mismo expresa mejor a Dios como lo que El es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender, clasificar, nombrar: su nombre es inefable (Jueces 13,18).

En hebreo no escribían las vocales y por eso en los Libros Santos su nombre aparece como YHWH. Para evitar que fuera profanado por los paganos, dejaron de pronunciarlo sobre todo en la época del destierro en Babilonia, utilizando otros apelativos como Adonay o Elohím. El nombre de Dios se pronuncia Yahwé o Yahvé, pero nunca Jehová como lo dicen algunas sectas protestantes.

Dios es Verdad.

El Salmista declara: "Es verdad el principio de tu palabra, por siempre, todos tus justos juicios"(Sal. l19,160). El segundo libro de Samuel afirma: "Tú eres Dios, tus palabras son verdad" (2 Sam.7,28). Dios es la verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Podemos entregarnos con toda confianza a su verdad y a la fidelidad inconmovible de la Palabra de Dios. El error del hombre, desde sus orígenes hasta la f echa, ha sido el dudar de la Palabra de Dios y creerle al Adversario, padre de la mentira.

Vivimos en un mundo de engaño, traición, demagogia, propaganda, consumismo, pornografía, en donde no podemos creerle ni a los políticos, ni a economistas, médicos, medios de comunicación, ni comerciantes...

Por eso cuando Dios habla, podemos y debemos creerle agradecidos. Dios envió a su Hijo al mundo a "dar testimonio de la Verdad" (Jn.18,37). Cristo es "Camino, Verdad y Vida".

Dios es amor.

A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir y comprobar que Dios sólo tenía una razón para haberlo escogido entre todos los pueblos y revelárselas: un amor totalmente gratuito (Dt.4,37). Fue por amor que Dios los salvó en múltiples ocasiones y aún por amor los castigó duramente.

El amor de Dios por Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os. 11, 1) y es más fuerte que el amor de una madre: "¿Puede una mujer olvidarse del niño que cría o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, ¡Yo nunca me olvidaría de ti!" (Is. 49,15).

No solamente ama Dios al pueblo de Israel sino que ama a la humanidad entera: "¡Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unico!" (Jn.3,16).

Pero San Juan irá todavía más lejos al afirmar "Dios es Amor" (1 Jn. 4,8). El ser mismo de Dios es Amor.

A diferencia de los amores humanos, el amor de Dios es eterno: "Los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará" (Is.54,10)"'Con amor eterno te he amado" (Jr.31,3).

Dios es Trinidad.

Dios, que es Creador, "El que Es", Unico, Verdad, Amor, es en sí mismo un misterio inefable porque siendo Unico es también Trinidad: un solo Dios en tres Personas.

Hemos sido bautizados "en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Este misterio es el central de la fe y de la vida cristiana: es la fuente de todos los otros misterios de nuestra fe, es la luz que los ilumina.

La Trinidad es un misterio de Fe en el sentido estricto, uno de los "misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto" (Concilio Vaticano I). Ciertamente Dios dejó las huellas de su ser trinitario en su obra de creación y en la Revelación del Antiguo Testamento, pero la intimidad de su Ser como Trinidad es un misterio inaccesible a la sola razón y aún para Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia en Pentecostés.

 

Jesucristo revela a Dios como PADRE.

En muchas religiones Dios o la divinidad es llamada "Padre", con frecuencia considerándolo como padre de otros dioses y de los hombres. Para Israel no es así: Dios es Padre en cuanto Creador del mundo y también como el que hace alianza con el Pueblo al que llama "primogénito". "Entonces tú les dirás: Eso dice Yahvé: Israel es mi hijo primogénito" (Ex.4,22).

También es llamado Padre del rey de Israel, Padre de los pobres, del huérfano, de la viuda (Sal.68,6).

Este lenguaje indica simplemente que Dios es el origen de todas las cosas y además el amor especial que tiene por su Pueblo Elegido. Israel se sirve de la experiencia humana del amor de los padres para con sus criaturas. Aceptando que los padres humanos tienen limitaciones, subliman la paternidad porque nadie es padre como Dios.

Jesucristo va todavía más allá: Dios es Padre no tan solo porque es Creador sino porque es eternamente Padre en cuanto que engendra desde siempre a su Hijo Unico, que recíprocamente es eternamente Hijo en relación al Padre. Por eso decimos en el Credo "engendrado, no creado". El Hijo no "empezó" a existir: ha existido desde siempre, como el Padre mismo. Desde que Dios es Dios, desde toda la eternidad, es Padre engendrando a su Hijo Unico. Podemos hacer una comparación: desde que el Sol es Sol, ha emitido su luz. No podría existir el Sol sin su luz, ni tampoco la luz sin el Sol.

San Juan Evangelista, con su lenguaje tan especial confiesa a Jesús como "el Verbo que en un principio estaba junto a dios y que era Dios"(Jn.1,1). Para San Pablo, Jesucristo es la "imagen del Dios invisible"(Col.1,15)y como "el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia" (Hb.1,3).

Siguiendo la tradición Apostólica, la Iglesia confesó en el primer Concilio Ecuménico de Nicea en el año 325, que el Hijo es "consubstancial" al Padre, es decir, un solo Dios con El y en el segundo Concilio Ecuménico reunido con Constantinopla en 381, conservó esa expresión y confesó "al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre", palabras fielmente proclamadas por la Iglesia Católica en las Eucaristía dominicales en el mundo entero.

 

Jesucristo nos revela al Espíritu Santo.

Antes de su Pasión, en la Ultima Cena, Jesús anunció el envío del Espíritu Santo: "Yo rogaré al Padre y les dará otro intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce, pero ustedes saben que Él permanece con ustedes y está en ustedes... en adelante, el Espíritu Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre, les va a enseñar todas las cosas y les recordará mis palabras" (Jn. 14,16-26). Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los introducirá a la verdad completa. El no vendrá con un mensaje propio sino que les dirá lo que ha escuchado y les anunciará las cosas futuras (Jn. 16,13).

La existencia de una tercera Persona Divina, sin la revelación hecha por Jesucristo, nos hubiera sido absolutamente desconocida. Ciertamente Israel conocía el Espíritu Divino, pero no como una Persona sino como una fuerza, un poder de Yahvé: "El espíritu de Dios se movía sobre las aguas" (Gén 1,2). "Lo invadió el espíritu de Dios y se puso a profetizar" (1 Sam. 10, 10).

Jesús no menciona al Espíritu Santo como un "algo" sino como Alguien personal: "el Paráclito, el Abogado, el Intercesor", capaz de actuar por sí mismo: "El los enseñará, El los introducirá, El les dirá, les anunciará..."

 

El Padre y el Hijo, revelados por el Espíritu.

Es totalmente comprensible la imposibilidad de los Apóstoles de imaginar que Dios tuviera tres Personas. Formados en un monoteísmo absoluto confrontado permanentemente con el politeísmo de los paganos que los rodeaban, la Santísima Trinidad de Dios era impensable.

Fue necesaria a la Iglesia la inspiración del Espíritu Santo en Pentecostés y en los siglos sucesivos, para la aceptación y expresión racional de este misterio. El Espíritu Santo es enviado tanto por el Padre en nombre del Hijo, como personalmente por el Hijo una vez que volvió junto al Padre (Jn.14,26; 15,26). El envío de la Persona del Espíritu Santo tras la glorificación de Jesús (Jn.7,39), revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.

La fe de los Apóstoles relativa al Espíritu Santo fue confesada por el segundo Concilio Ecuménico en el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".

La tradición latina por su parte, declara que el Espíritu Santo "procede del Padre y del Hijo" mientras que las orientales afirman que "procede del Padre por el Hijo", pero en todo caso, tanto la Iglesia Latina como la Oriental, creemos que en Dios hay tres personas distintas, iguales en dignidad y adorables por igual.

Sin la revelación de Jesucristo que nos habla de Yahvé como "Padre; que se revela a sí mismo como el "Hijo" y que nos habla del Espíritu Santo como Persona Divina, nunca hubiéramos tenido noticia de la intimidad trinitaria de Dios y de la relación que nace en nosotros al ser hijos de Dios, hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo. Por eso somos bautizados "en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" y en eso consiste la maravillosa dignidad de los cristianos; por eso nos persignamos en el Nombre de las tres divinas Personas y en nuestras oraciones hacemos mención de ellas continuamente.

 

Jesucristo y su relación con el Padre.

Leemos en los Evangelios cómo Jesucristo acostumbraba retirarse, a pesar del cansancio natural de sus correrías apostólicas, para hacer oración: "En aquellos días se fue a orar al monte y pasó toda la noche en oración con Dios" (Lc.6,12).

Es en la oración donde descubrimos sobre todo la clase de relación que Jesús tiene con el Padre. Y lo primero que descubrimos es que no lo llama Yahvé sino "Abbá", que quiere decir no solamente Padre, sino Papá, Papito, revelando una tierna familiaridad con su Padre Dios, como la de un niño con su padre.

Así hablaba con aquel cuyo nombre los judíos no se atrevían a pronunciar, empleando en su lugar eufemismos como Adonay o Elohím. Por eso mismo San Mateo, que escribe para judíos, al hablar del Reino de Dios dice mejor el "Reino de los cielos".

Jesucristo sabe, por su puesto, que Dios es inmenso Todopoderoso, Creador de cielos y tierra, Soberano del universo entero, pero que es sencillamente su Papá. Esta palabra refleja con suma simplicidad tanto quién es Jesús, como quién es Dios: el Padre Eterno.

Las citas en las que Jesús habla de Dios como del Padre, son muy abundantes: "Yo te bendigo Padre" (Mt.11,25; Lc.10,21); "Abbá, Padre, todo es posible para tí, aparta de mí este cáliz" (Mc.14,36; Mt.36,29; Lc. 22, 42); "Padre, te doy gracias por haberme escuchado" (Jn. 11,41); "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo" (Jn. 17, l); "Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado" (Jn. 17,1l); "Padre, los que tu me has dado, quiero que donde yo esté, también estén conmigo" (Jn.17,24); "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lc.23,34); y sus últimas palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc.23,46).

Jesús revela al Padre en sus obras.

 

Las "señales milagrosas" que hizo Jesucristo no solamente nos dan la certeza de su divinidad, sino que nos revelan la infinita misericordia del Padre. Cuando vemos a Jesús perdonar, conocemos cómo el Padre es misericordioso; cuando defiende a los pequeños y pecadores, descubrirnos cómo el Padre libera a su pueblo esclavizado y además rebelde; cuando contemplemos a Jesús dominando al viento y al mar, devolver la vista a un ciego de nacimiento, el habla y el oído a un sordomudo, el movimiento al paralítico o la vida a un muerto, sabemos que el Padre Creador de todas las cosas ha puesto su poder infinito en el Hijo para la salvación de la humanidad. Y cuando Jesús se entrega a la muerte en la Cruz, nos damos cuenta de que el amor del Padre por nosotros no tiene límites.

 

Jesús nos habla del Padre.

Jesucristo, por supuesto, está perfectamente consciente de su identidad como Hijo Eterno del Padre y en todas sus actitudes y palabras nos revela está relación única. Ya desde niño, a los 12 años, opta por permanecer en el Templo, ocupado en las cosas de su "Padre" (Lc.2,49), indicándonos quien es El y a qué ha venido.

Ni el cumplimiento de la Ley ni siquiera el parentesco carnal cuentan para salvarnos, sino hacer día tras día la voluntad de Dios: "No todo el que diga Señor, Señor entrará al Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt.7,1l). Pone este cumplimiento de la voluntad divina por encima de los lazos humanos más íntimos: "El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt. 12,50).

Nos advierte de cómo un rechazo a El, significa automáticamente un repudio al Padre: "Al que me reconozca Delante de los hombres, yo lo reconoceré delante de mi Padre que está en los cielos. Y al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt, 10, 32-33).

La única manera, el único camino para conocer al Padre, es Jesucristo. San Juan en su Evangelio lo pone bien claro: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unico, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn. 1, 18), Así pues, cualquiera otra imagen que nos formemos de Dios que no sea la de Dios como Padre, que Cristo nos ha revelado, sería un ídolo fabricado con nuestras propias manos, por bella que ésta fuera.

Cuando Nicodemo quiere saber por qué ha de confiar en las palabras de Jesucristo, éste le responde: "Cuando habla Aquel a quien Dios envié, es Dios mismo el que habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu. El Padre ama al Hijo y le ha confiado todo" (Jn.3,34-35).

En otra ocasión, a propósito de una discusión con los fariseos concerniente a la supuesta violación del sábado por hacer curaciones en ese día, Jesús les revela no tan solo la dignidad de hombre: "El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc.2,27), sino que también nos reafirma su relación única con el Padre que le da autoridad total en lo que dice y en lo que hace: "El Hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo" (Jn.5,19). Y como le reprochaban no solo su conducta sino también sus enseñanzas, Jesús afirma: "Yo no hago nada por mi cuenta; solamente enseño lo que aprendí del Padre" (Jn.8,28).

Por todo esto debemos observar y conocer íntimamente a Jesucristo, ya que en Él vemos reflejada plenamente la figura del Padre. No por nada nos dice San Pablo que Jesús es "la imagen del Dios invisible (Col.1,15). Es lo que sucede humanamente hablando: cuántas cosas podemos deducir de los padres al conocer a sus hijos. En Jesucristo vemos reflejada la personalidad del Padre Eterno, su poder, su bondad, su belleza, y por sobre todo, su infinito amor por los hombres. Saber que Jesús se quiso hacer hermano nuestro para que pudiéramos ser adoptados por su Padre corno hijos y estar por tanto destinados a heredar con Cristo la Gloria, debe provocar en nosotros una alegría inmensa que ninguna pena de este mundo nos pueda arrebatar.

 

El Padre es rico en Misericordia.

Sin duda alguna uno de los discursos más emotivos de Jesús, es la Parábola del Hijo Pródigo en la que nos revela con finísimos detalles, la misericordia divina. Es San Lucas el que nos comunica dicha parábola en su capítulo 15,de los versículos 11 al 32.

Podemos o debemos identificarnos no solamente con el hijo que abandona la casa paterna para despilfarrar su herencia, sino también con el hijo mayor, que tampoco comprende a su padre ni quiere a su hermano.

¿Quién de nosotros no ha abandonado, al pecar, la casa del Padre Eterno que es su Gracia Santificante? El pecador, o sea todo hombre, despilfarra en sus pasiones el Don de la Vida Divina que se le ha comunicado en el Bautismo, reniega de su dignidad de hijo de Dios, hace inútil para sí la Sangre de su Hermano Jesucristo vertida en el Calvario y expulsa de su alma al Espíritu Santo, perdiendo con todo esto la posibilidad de llegar un día a la casa del Padre por toda la eternidad. ¡Vaya despilfarro!

 

NUESTRA ORACIÓN AL PADRE.

Cuando asistimos a Misa, se nos invita a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial: "nos atrevemos a decir..." En efecto, como escribe San Pedro Crisólogo en su sermón 71: "La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: ¡Abbá, Padre!. ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado del poder de lo Alto?"

Cuando los Apóstoles vieron a Jesús orar con su Padre le pidieron: "Enséñanos a orar" (Lc. 11, 1) y fue cuando Jesucristo nos entregó el Padre Nuestro, llamada la "Oración Dominical", ya que Jesús es el Señor, (Dominus en latín), como la perfecta oración a su Padre y nuestro Padre.

En nuestro Bautismo recibimos al Espíritu Santo que es Espíritu de adopción filial: "Ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá, Padre" (Gál.4,6) y eso nos da el derecho inaudito de llamar al Dios Creador del Universo entero, "Padre, papá, papito". La oración del Padre Nuestro es pues, dentro de su sencillez, la Oración Perfecta.

Padre Nuestro:

Jesús no quiso que hiciéramos una oración individualista y privada, de modo que cada quien rogara sólo por sí mismo. No decimos: "Padre mío que estás en el cielo" ni "Dame hoy mi pan de cada día", sino que oramos unidos en la hermandad a nuestro Padre común.

Que estás en el cielo:

Esta expresión bíblica, no significa un lugar en el espacio, sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su Majestad infinita. Dios no está lejos, no está fuera, sino más allá de todo lo que el hombre puede concebir y como es Padre de Misericordia está totalmente en el corazón humilde y contrito. San Agustín nos dice: "estas palabras hay que entenderlas en relación al corazón de los justos, en el que Dios habita como en su templo". El cielo, la Casa del Padre, constituye la verdadera Patria hacia donde tendemos y a la que ya pertenecemos.

Santificado sea tu nombre:

Evidentemente no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedirnos a Dios que su Nombre sea santificado en nosotros. ¿Quién podría santificar a Dios si es Él quien santifica todas las cosas? Estamos en realidad pidiendo que perseveremos en la santificación inicial que recibimos en nuestro Bautismo.

Venga a nosotros tu Reino:

Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros; necesitamos que Dios reine en nuestras vidas, que sea El quien gobierne en todos nuestros pensamientos, palabras y acciones.

También la Iglesia ora principalmente por la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (Tit.2,13). Esta petición equivale al "Marana Tha", el grito del Espíritu y de la Esposa que dicen: "Ven, Señor Jesús".

Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo:

No en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién puede en efecto, impedir que Dios haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en sentimientos y acciones. Pedimos pues, que se haga en nosotros la voluntad de Dios, para lo cual necesitamos de la ayuda divina.

Por la oración podremos "discernir cuál es la voluntad de Dios" (Rrn.12,2) y obtener "constancia para cumplirla" (Hb. 10,36). Jesús nos enseña que no entraremos en el Reino de los cielos con puras palabras, sino "haciéndola voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mt.7,21).

Danos hoy nuestro pan de cada día:

Podemos entender esta petición en el sentido espiritual o material, ya que ambas maneras aprovechan a nuestra salvación. Lo cierto es que Jesucristo es el Pan de Vida Eterna. Pedimos que se nos dé este Pan a fin de que los que vivimos en Cristo y recibimos cada día la Sagrada Comunión como alimento saludable, no nos veamos privados, por alguna falta grave, del Pan Celestial y quedemos separados del Cuerpo de Cristo.

Jesús prometió solemnemente que a los que coman de este Pan que es su Cuerpo y beban de este Cáliz que es su Sangre, los resucitará el último día, pero también advierte gravemente que los que no lo hagan "no tendrán la vida eterna" (Jn.6,48-58). Por eso San Cipriano escribe: "Es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación, pues el mismo Salvador nos conmina con estas palabras: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su Sangre, no tendréis vida eterna".

En otras palabras, la Comunión frecuente, si no cotidiana, no es opcional como muchos lo consideran, es cuestión de vida o muerte eterna. Muchas personas comulgan o van a Misa "cuando les nace" y eso es un intento de poner nosotros las reglas del juego, siendo que el Señor es quien tiene el poder absoluto. Un católico normal, debería comulgar todos los Domingos, ya que la asistencia a Misa es de rigor y estar ahí sin comulgar denota un problema espiritual.

Perdona nuestras ofensas:

Sabiendo que somos hijos amados por el Padre, deseando que su Nombre sea santificado y que su Reino venga a nosotros, reconocemos nuestra tremenda debilidad: somos pecadores, ofendemos a Dios de mil maneras y necesitamos urgentemente su perdón generoso. Pero Nuestro Señor, lleno de piedad por los pecadores, condiciona su perdón al perdón que nosotros otorguemos a los que nos hayan ofendido. "Quede bien claro que si ustedes perdonan las ofensas de los hombres, también el Padre Celestial los Perdonará. En cambio, si no perdonan las ofensas de los hombres, tampoco el Padre los perdonará a ustedes" (Mt.6,14-15).

El perdón es asunto de la voluntad, no del sentimiento. No importando lo que sintamos, podemos y debemos actuar con el ofensor como Dios actúa con nosotros. Debemos procurar el bien de aquellos, a pesar de que el sentimiento nos quiera impulsar a la venganza.

No nos dejes caer en la tentación:

Nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos al Padre que no nos deje caer, entrar, sucumbir a la tentación. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate "entre la carne y el espíritu" según nos dice San Pablo. No entrar en tentación implica una decisión del corazón, de la fuerza de voluntad. Iluminada nuestra inteligencia por la simple ley natural y por Espíritu Santo, sabemos de cierto en dónde está el peligro para nuestras almas, pero nos gusta jugar con las malas inclinaciones y en muchas ocasiones somos nosotros los que conscientemente entramos en la tentación sin querer reaccionar. "El que ama el peligro en él perece" dice el refrán. Y eso es exactamente lo que hacemos.

En el Padre Nuestro estamos pidiendo a Dios, la capacidad para evitar las ocasiones de pecar, para no entrar por nuestro propio pie en las arenas movedizas que nos llevan a la pérdida de la Gracia de Dios.

Y líbranos del mal:

La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: "No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno" (Jn.l7,15). En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona, Satanás, el Maligno por excelencia, el padre de la mentira, homicida desde el principio, el tentador, que se opone a los designios de Dios sobre nosotros.

Error horrendo es no solamente dejarnos seducir mansamente por el Maligno, sino todavía peor, invitarlo a nuestras vidas con la ouija, supersticiones o cultos satánicos. ¡Con el diablo no se juega!

Al pedir ser liberados del Maligno, oramos también para ser liberados de todos los males, pasados, presentes y futuros de los que él es el autor o instigador.

 

CONCLUSIÓN:

Toda nuestra vida está, por así decirlo, rodeada de la Trinidad Santísima: desde que en el Bautismo fuimos santificados "En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo", fuimos hijos del Padre Eterno, hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo. Dios se mete en nuestras vidas, o mejor dicho nos mete en la suya totalmente. Es nuestra más grande dignidad, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, en el Espíritu Santo, ser hijos de Dios.

Nuestra existencia entera, aquí en la tierra y después en la Gloria, debe ser una alabanza continua al Padre, por el Hijo en el Espíritu. Para eso fuimos creados y para eso fuimos redimidos. Así nos ama el Padre y así quiere que le amemos. El nos eligió y predestinó desde toda la eternidad, como nos dice San Pablo en la carta a los Efesios, para ser santos e inmaculados por el amor en su presencia. No escatimó ni a su propio Hijo para lograr hacernos hijos suyos. Es el colmo de la locura de amor de Dios para el hombre. Y el colmo de la ingratitud del hombre es no comprender tanto amor y rechazar a Dios por una vida de pecado.

San Juan nos dice alborozado: "¡Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos!" (1 Jn.3,1)

¡GLORIA SEA DADA AL PADRE, POR EL HIJO EN EL ESPÍRITU SANTO. AMEN!

"Lo que realmente quiero que comprendáis es esto: que Dios cuenta con vosotros; que Él hace sus planes, en cierto modo, dependiendo de vuestra libre colaboración, de la formación de vuestras vidas y de la generosidad con que sigáis las inspiraciones que el Espíritu Santo os hace en el fondo de vuestros corazones".

Juan Pablo II

 

 

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