Y se metieron por la azotea.
(Mt 9, 2-8; Mc 2, 2-13; Lc 5, 17-24)

-¡Pero, esto ya no se puede tolerar!-, dijo con l ademán de amenaza uno de los escribas.
En efecto, en la azotea de la habitación en que estaba el Señor hablando al pueblo, había tal movimiento y tales ruidos, que no dejaban escuchar.
La habitación era grande, pero estaba llena de gente que oía, sentada en el suelo.
A un lado, unos escribas, de rostro adusto, acomodados en un diván, también oían. Y aquellos ruidos sobre el techo eran molestísimos.
El Señor respondió al escriba con un ademán que quería decir: "Tengan paciencia".
-¡Y ya están perforando el techo!-, exclamó el escriba, levantándose de su asiento. -¡Maestro, manda a esos hombres que suspendan lo que están haciendo! ...
Entre tanto, por una abertura del techo aparecía ya la extremidad de un cuerpo humano, envuelto y medio enrollado en una estera; lo estaban descolgando con cuerdas.
La cantidad de polvo y de basura que caía o flotaba en el aire era increíble.
Muchos de los oyentes se habían puesto ya de pie; todos observaban con inquietud al Señor.
El lo miraba todo y no decía una palabra.
Quedó aquel enfermo tendido en el suelo, frente al Señor. Sólo se le veía la cara; un rostro de color de cera y unos ojos negros, muy abiertos, con expresión de angustia.
Era un pobre paralítico. Sus amigos lo habían llevado para que el Señor lo curara y, al encontrar la casa repleta de gente, se habían atrevido a romper el techo, para ponerlo a la vista del que devolvía la salud...
Todos miraban a Jesús. Por el agujero de la azotea asomaban los autores del hecho.
El pobre enfermo temblaba; temía el enojo del Señor y hasta un castigo.
Jesús lo miraba fijamente. Pero notó el paralítico que lo veía con una expresión de cariño, con una sonrisa inesperada que lo llenó de ternura y de confianza.
- Hijo -, se oyó por fin. Era la voz dulce y acariciadora que sabe usar el amor. - Tus pecados te quedan perdonados.
Aquellos ojos grandes del enfermo se nublaron con lágrimas; sintió la dulzura incomparable del amor de Dios; y entonces sí renació en él con fuerza la confianza en su curación.
Pero aquellos escribas se admiraron de que un rabbí improvisado se atribuyera los poderes que son propios solamente de Dios: " ¿Perdonar los pecados?" "Este hombre blasfema", pensaron.
Jesús leía sus pensamientos. -¿Por qué piensan mal en sus corazones? ... ¿Qué es más fácil, decir: "Tus pecados te quedan perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Pues para que sepan que el Hijo del hombre (así se llamaba él así mismo) tiene poder para perdonar los pecados (dirigiéndose al paralítico, le dijo): -A ti te lo digo: Levántate, enrolla tu estera y vete a tu casa.
El enfermo sintió que todos sus miembros se soltaban, los movía a su gusto. Se incorporó; movía piernas y brazos con soltura. Riéndose y llorando de emoción, se postró de rodillas ante el Señor, sin poder hablar. Besaba y besaba las manos del Señor. Este se las puso sobre la cabeza en señal de bendición, lo besó en la frente y en voz baja le repitió su orden: -Toma tu estera y vete a tu casa.
Ayudaron al hombre a desatar la estera en que había sido descolgado. La enrolló, la puso sobre sus hombros y, abriéndose paso, salió.
Aquel pueblo sencillo y bueno entendía bien las cosas: -Jamás-, decían-, hemos visto cosa igual.