En Caná están de fiesta

Un salón improvisado, a la intemperie.
La lona restirada cubre mal todas las mesas. Pero unos a la sombra y otros bajo el sol, todos charlan y ríen.
Los dos recién casados ocupan el lugar de honor.
María de Nazaret está también ahí, junto a su hijo Jesús. No habla, algo buscan sus ojos… Ya descubrió lo que pasa: en una de las mesas los convidados hacen señas a los sirvientes, agitan en el aire los botelloncitos de barro… vacíos.
Los muchachos que servían estaban en la puerta que daba al interior de la casa, hablando en voz baja. No sabían qué hacer: en la bodega no había más vino.
El corazón de María se angustia; no ve el modo de remediar aquello. En cuanto se enteren los convidados de que ya no hay vino para servirles - están a media comida -, van a empezar a levantarse de la mesa, diciendo en alta voz cosas muy desagradables. Y toda la alegría del banquete se va a volver tristeza y vergüenza.
Pero a su lado tiene María al que todo lo puede…
El corazón de María ya está en el cielo, con el Padre celestial, como en todas sus angustias: "¿Le pediré un milagro a tu Hijo, hijo mío también, para mi dicha?"
¡Y el Padre celestial le dice al corazón: "Pídeselo."
Mira el un momento a su Hijo, al que todo lo puede remediar. Se le acerca al oído.
- Ya se les acabó el vino -, le dice; y se que con los ojos bajos, en espera.
Jesús la mira a su vez; luego, en tono grave voz muy baja.
- Señora - , le dice - , a ti ya mí no nos va nada este asunto. Además, para mí no ha llegado la hora señalada.
María levanta la vista; él la sigue mirando; pero con unos ojos dulces, casi prometedores.
Renace con fuerza en ella la confianza: algo va a hacer él. Y llama al jefe de los criados: - Hagan - le dice - , cuanto el Señor les diga.
Jesús dice al sirviente:
- Llenen todas las tinajas con agua.
El muchacho se queda mirándolo, inmóvil. "¿Llenar a estas horas las tinajas?", se dice. Y ve a María Ella confirma la orden con la cabeza y la voz: - Obedezcan.
Van y vienen los criados y llenan de agua las seis grandes tinajas de la entrada.
- Ya están -, dice el jefe de los criados al Señor
- - Ahora saca de ahí con un vaso y llévalo al mayordomo.
Vuelve el criado a quedarse inmóvil y mira a María. Ella, con la cabeza y en voz baja le indica que obedezca.
Se encoge de hombros el muchacho, toma un cuenco de madera y va a llenarlo.
Al acercarse a la primera tinaja, se detiene. "¡Eso no es agua!" Se le encrespa la pie1 de todo el cuerpo. Se acerca más; el aroma es inconfundible: "¡Vino!" Temblándole la mano saca un poco y se lo acerca a la nariz.. Es indudable. y las otras tinajas están igual.
Se vuelve a mirar al Señor.
María está mirando al criado fijamente; y él, con paso inseguro, se acerca al mayordomo y le alarga el vaso.
- Tú, joven señor -, dice el mayordomo dirigiéndose al novio -, haces las cosas al revés: has dejado para el fin el mejor vino.
El novio no entiende.
- ¡Prueba! - , y le alarga el vaso.
Lo paladea el novio y pregunta al criado:
- ¿Quién regaló este vino ?
El criado, no sabe que responder. Por fin, tartamudeando, refiere todo el milagro.
El final del banquete nadie lo esperaba.
Todos los invitados rodean a aquel Jesús de Nazaret, un hombre joven, hermoso, que con, las manos sobre la cabeza de los recién casados, los bendice para su nueva vida.
Y muchos de los invitados que se acercan a despedirse del nuevo rabino, tan poderoso y tan bueno, llevan ya consigo, como recuerdo y como reliquia, un botelloncito de aquel vino milagroso.
A María la rodean las buenas mujeres invitadas. No se atreven a hablarle: todavía corren suavemente por su rostro, ahora encendido, las lágrimas de ternura y de gozo.