LA AMISTAD COMO REGALO
Decía más arriba que dedicamos esfuerzo a hacer amigos. Y
el esfuerzo es necesario porque las cosas no salen solas. Sin embargo, la
amistad no se puede forzar. Por eso también puede decirse que la
amistad surge siempre como un regalo, como un don que se recibe. En un momento
dado, aparece entre dos personas un deseo de compartir, de comunicarse,
de contar lo que se lleva dentro y de contrastarlo, de ser conocido muy
a fondo. De hecho, cuando uno vislumbra en el horizonte la posibilidad de
hacer una nueva amistad, de esas profundas y verdaderas, que aportan y llenan
tanto por dentro, parece que su espíritu se hincha y crece. Es como
ver nacer un día radiante. La vida se ve de otro color porque los
amigos hacen cobrar sentido a nuestras vivencias: estas no van a ser sólo
para nosotros. Las cosas son distintas porque las vivimos pensando en compartirlas,
en transmitirlas, en discutirlas, en compararlas. De nuestros amigos nos
interesa todo: lo que piensan, lo que hacen, cómo viven las cosas.
Lo importante no es sólo lo que cuentan ni lo que les pasa; lo importante
es que eso "es tuyo", "eres tú".
La amistad es un regalo porque es vivir otra vida además de la propia.
Es poder vivir dos veces. Y es también reafirmar tu propia existencia
porque hay alguien que la quiere así: incondicionalmente. En el amigo
encontramos aceptación plena.
La amistad es don porque, en cierto modo, llega cuando y como quiere; no
es programable; simplemente, surge y es como un regalo, un don que uno recibe.
Esa comunión del espíritu que hay entre los amigos, ese compartir
denso e intenso, ese vivir y ser sin dar explicaciones porque estas no son
necesarias para nuestro mutuo entendimiento, ese encontrar las puertas del
alma siempre abiertas y acogedoras para ti porque eres tú, es el
tesoro incalculable. No es extraño que los griegos la calificaran
como regalo de los dioses.
Regalo es también en el sentido de que nunca es verdaderamente merecida.
Si se puede hablar así, algunos podrían merecer más
que otros el tener amigos. Pero, en el fondo, la amistad de una persona
difícilmente es algo que uno llegue a "merecer". Se pueden
tener de modo habitual disposiciones personales adecuadas para la amistad,
para tener amigos (no todo el mundo las tiene).
Pero no se puede decidir en qué momento aparecerá el amigo
o de quién seré amigo. Por ejemplo, todos contamos con momentos
imborrables de la vida en los que comprendes repentinamente que tienes delante
a alguien que puede leer dentro de ti como si fueras tú quien lo
hiciera; que puede pasearse por tu alma sin explicaciones de tu parte; sin
necesidad de mapas, brújulas o palabras clave que le hagan entender
lo que se va a encontrar. Es la empatía, una sintonía especialísima
que se establece con muy pocas personas a lo largo de la existencia, y que
es un descenso y un ascenso vertiginoso por las entrañas de la verdadera
vida.
MIRAR A LAS PERSONAS
Cuando nos sentimos así, vistos con unos ojos ajenos que al mismo
tiempo son como los nuestros propios, es como si todo nuestro ser despertara.
Querríamos saberlo todo acerca de aquella persona y que ella conociera
nuestro yo hasta el final. Las conversaciones se convierten en un continuo
maravillarse y aportarse mutuo. Sentimos el mundo como un pequeño
globo terráqueo que gira entre nuestras manos y el motor de ese
movimiento es la corriente que entre nosotros se ha creado.
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Es
un encuentro con otro yo, sin que ese yo se refiera a un yo idéntico,
a un "alma gemela"; pues puede serlo o no. Es otro yo
porque se pone en nuestra piel como si fuéramos nosotros
mismos; pero al tiempo que mantiene su mismidad y su alteridad.
Y por eso hay mucha riqueza en el trato con el amigo, porque lo
distinto siempre nos enriquece.Mirarnos
en un amigo es mirarnos en un espejo.
En
un espejo que devuelve algo más que una simple reproducción
de la propia imagen. Mirarnos en un amigo es encontrarnos a nosotros
mismos vistos desde fuera y con mayor perspectiva, pero con el cuidado
con que nosotros mismos pondríamos al mirarnos: "A través
de él, los amigos se enriquecen y perfeccionan, se descubren
e interpretan. |
Se podría decir que, al ver al otro, cada uno de ellos aprende
a conocerse" (Marias). La acción de mirar que tanto aparece
entre los amigos, es algo que me parece esencial para que pueda surgir
amistad entre dos personas para tener amigos hay que saber mirar.
La contemplación es un camino abierto hacia la verdad. Hacia la
verdad personal, la de los demás y la del universo entero. Eso
lo expresa muy bien de otro modo Lorenzo Silva en una de sus novelas.
Escribía que "el mundo está lleno de tesoros sin descubrir
porque no hay quien se pare a mirarlos. Pero en cuanto hay alguien que
se detiene ante ellos, se abren ante esa persona como una maravillosa
realidad llena de riqueza y significado ofreciéndole nuevos horizontes".
Yo he pensado muchas veces que eso exactamente pasa con las personas.
Por eso, para tener amigos hay que saber mirar. Mirar es ver con atención,
es contemplar, es concentrar nuestro ser entero en los ojos deseando captar
lo que hay frente a ellos. Mirar presupone una vista limpia, sin prejuicios
ni cargas anteriores, para captar lo que hay y no lo que yo he puesto
o quiero poner. Mirar no es ver lo que yo quiero ver sino percibir cómo
son las cosas o las personas en sí. Y además de limpieza
interior, la mirada requiere también aceptación, renuncia
a dominar. Cuando miramos de verdad, estamos dispuestos a dejar ser a
las cosas y a las personas tal y como son. Esto es especialmente importante
con las personas.
A las personas hay que dejarlas ser, hay que aceptarlas como son. Sin
esa condición nunca sabremos lo que es una verdadera amistad; nunca
llegaremos a saborear el gozo inmenso que produce esa identificación
con el otro, ese compartir la vida, los sueños, los deseos, los
fracasos. Habrá siempre en el amigo una zona de acceso prohibido
o de "reservado".
Todos hemos conocido a personas que provocan que los que están
a su lado den lo mejor de sí mismos. Son personas que logran que
los demás quieran "sacar de sí su mejor yo". Es
así porque son personas que saben mirar, y que por eso han sabido
encontrar la llave interior de las personas. Esa llave de la confianza
que uno entrega sólo cuando va a saberse visto, aceptado y querido
por sí mismo.
LA MORADA DEL YO
Llegar a la intimidad del alma, al centro de la persona o sólo
rozar su periferia, exige rodeos: rodeos que son esencialmente contemplación,
escucha atenta y activa, mirada abierta y receptiva. Sólo cuando
una persona percibe ese clima de confianza a su alrededor es capaz de
empezar a abrir las rendijas de su yo. Y a través de esas rendijas
pueden empezar a filtrarse los rayos de la luz que toda persona esconde.
La intimidad, la interioridad, es siempre luminosa en el sentido de iluminadora.
Porque muestra siempre algo desconocido para quien no está allí
dentro. No siempre será lo original y nuevo el qué diga
esa persona pero sí el cómo ella lo vive. Esta es la llave
que entregamos a nuestros amigos y que hace que quedemos totalmente al
descubierto: vulnerables, también.
Algunas veces, tras haber desnudado la intimidad del alma en conversación
con la persona que nos ha inspirado esa confianza, uno siente el vértigo
del miedo a romperse, a que le rompan, a que se burlen, a que no comprendan,
al silencio indiferente o superficial.
Hasta ahora, esos pensamientos, deseos, aspiraciones, miedos y preguntas
más íntimas habían quedado dentro de nuestra alma.
A veces nos angustiaban, otras nos elevaban, otras nos desbordaban por
dentro de tal forma, que había que expresarlos de algún
modo (quién no ha cantado, llenado de piruetas su salón,
compuesto una melodía o garabateado un poema, historia o carta,
por puro desbordamiento. Tanto no cabía dentro; fuera crecía,
pero tenía más apoyos para ser sostenido, para ser vivido).
Sin embargo, no dejaban de ser nuestros: los demás sólo
poseían de ellos su cara externa, lo que era fruto de la superabundancia.
Por lo demás, no habían sido escuchados por nadie hasta
el final y sólo de vez en cuando abríamos a alguien una
pequeña ventanita de nuestro interior, observando con atención
la reacción del interlocutor ante aquello. Pero, de repente, hemos
encontrado a alguien que ha provocado que primero quisiéramos abrir
una ventanita y después otra, y otra... Luego le hemos pasado al
interior de la casa y -poco a poco- le hemos encendido todas las luces
que había en ella, iluminando incluso rincones sucios, destartalados,
rincones sin ordenar o habitaciones llenas de trastos que no sabemos en
dónde colocar. Le hemos enseñado el sillón de los
sueños, frente a la ventana, y le hemos invitado a sentarse allí
porque desde él puede conocerlos mejor. Le hemos presentado el
rincón de los miedos, ese sí, está a oscuras porque
nos parece que la luz acabará por hacerlos crecer. Es un rincón
siempre difícil de enseñar; se supone que de esos no tenemos,
y nos cuidamos mucho de dejarlos salir. También le hemos pasado
al cuarto de las preguntas; esa habitación está llena de
frases sueltas, de pensamientos, de párrafos incluso, y hasta de
alguna página escrita. Pero sobre todo está lleno de interrogantes;
es una habitación poblada de signos de interrogación que
hemos ido recogiendo a lo largo de nuestra vida: por qué las relaciones
humanas son tan complicadas, por qué hay personas que no miran
hacia adentro, por qué las focas son más importantes que
los países del Sur... Hay también un cuarto sin techo que
mira directamente al sol, o al firmamento, si es de noche. Ese es el cuarto
de las aspiraciones grandes, el cuarto en el que respiro hondo, el cuarto
al que hay que acudir siempre que hemos pasado un día entre mucho
polvo, o mucho tiempo en el sillón. También ha conocido
la buhardilla; allí no vamos demasiadas veces porque es donde están
los pedazos rotos de nuestra vida y todavía nos cuesta mirarlos
sin sentir dolor o pena.
Hay personas a las que paseamos por nuestra morada interior sin miedo
alguno; es más: deseamos desde lo más íntimo de nuestro
ser hacerlo. Sentimos desde muy hondo que apreciará, entenderá
y comprenderá cada objeto que encuentre en ella. No le importarán
los cacharros rotos, aunque tengamos la estantería llena de ellos;
no querrá reírse de nuestras inquietudes: se le iluminará
la mirada al conocerlas porque . también ella las había
sentido latir más de una vez. Le encantará que tengamos
un sillón de sueños y un cuarto sin techo, y querrá
saber qué nos dicen los astros por la noche y cómo es el
vuelo de los pájaros que vemos pasar. Son personas que hacen que
sintamos la necesidad de hacer crecer todo eso, de mostrárselo,
de hacerlo vivir para ellas.
Esas personas son los amigos, el amigo aquel con quien me atrevo a ser
yo mismo; sin restricciones y sin temores. Esa persona con la que puedo
decir todo porque todo lo va a entender en su contexto; esa persona con
la que puedo hablar en borrador: sin orden, sin hilazón, sin sentido
algunas veces. Con rabia o ira, con desesperación, con alegría
exultante, desvariando. Descubriendo todas las raíces de mi alma
y sabiendo que en ningún momento se aprovechará de ello
para arrancarme de mi lugar. Y sabiendo que "comprende esas contradicciones
en mi naturaleza que llevarían a otros a juzgarme mal". Eso
es un amigo.
AMISTAD Y SILENCIO
La amistad se nutre más de la comunicación que del silencio.
Sin embargo, el silencio es precisamente en algunos casos el medio de
comunicación que utilizan los amigos: es necesario tanto saber
estar en silencio como transmitir lo que uno lleva dentro.
Asistir al desvelamiento de un secreto, al desvelamiento de la intimidad
de las personas, produce en el ser humano un enmudecimiento del espíritu,
un sentimiento de gratitud por lo que se percibe como un don o regalo
inmerecido, una impresión de estar pisando terreno sagrado. De
hecho, todos podemos remitirnos a alguna ocasión en la que, en
conversación íntima con un amigo, al acabar de escuchar,
no hemos encontrado palabras adecuadas para decir nada. En esos casos,
quizá la prueba de mayor gratitud o de "correspondencia"
sea precisamente el silencio; un silencio, eso sí, cuajado de respuesta.
Hay veces en las que no se puede decir nada... porque las palabras lo
estropean todo. Hay cosas que la única contestación que
merecen o que exigen es el silencio; hay cosas con las que sólo
puede mantenerse conversación en silencio. Porque o el lenguaje
es limitado, o uno es limitado, o ambas cosas. Pero algunas cosas, si
se expresan, se profanan. Así ocurre en las experiencias de encuentro:
con un amigo, con un paisaje, una obra de arte. En esos momentos, pronunciar
algo es mancharlo; hablar es romperlo. Algunas veces la comunicación
con las cosas y también con las personas requiere como condición
que haya silencio; solamente silencio. Y no un silencio para llenar, sino
como medio de entendimiento.
Cuando se tiene la suerte de topar con alguien que tiene algo -poco o
mucho- que decir; cuando se tiene la suerte de que esas personas te abran
sus puertas y dejan que te asomes y penetres en su mundo interior, en
la mayor parte de los casos sólo se puede contestar enmudeciendo.
Y ese silencio quiere ser entonces un homenaje: la mayor muestra de agradecimiento
y de admiración. Porque no se trata de un silencio vacío
sino pletórico de contenido: no significa carencia sino plenitud.
El silencio es importante en la amistad. Estar con un amigo es también
poder estar en silencio sin miedo a que éste tenga que romperse
y sin sentir la necesidad perentoria de tener que llenarlo con palabras.
No hay verdadera amistad entre dos amigos si no saben disfrutar y valorar
su silencio. El silencio es en sí mismo un espacio y un tiempo
para compartir. Rico de contenido y esencialmente valioso porque supone
una íntima comunión de espíritus.
LA INTERIORIDAD
La amistad está también muy relacionada con la interioridad.
Entre dos amigos ésta es más rica y sólida cuanta
mayor sea la intimidad, la interioridad de cada uno de ellos. Hay quienes
tienen un gran mundo interior; tienen mucho que decir porque son personas
que integran en sí todo lo que hay a su paso: una frase que ha
dicho en clase el catedrático, la actitud de tal o cual persona,
la satisfacción de haber llegado al pico de la montaña,
la crisis que le produce una situación difícil de trabajo,
una novela que ha leído, los tirones de la madurez.
Así es como las personas se van enriqueciendo por dentro y como
su interioridad cobra cada vez mayor volumen: integrando la experiencia,
la vivencia personal y las de las otras personas. Aprendemos también
a través de las vivencias de los demás, de la experiencia
ajena. Quien está atento a su alrededor aprovecha todo intensamente.
Se puede aprender a sentir de un modo distinto al propio; se puede aprender
a pensar de manera diferente a la que uno piensa; se puede aprender a
valorar cosas que yo no valoro. Escuchar a las personas y tratar de ser
ellas, nos permite conocer el mundo desde mil perspectivas diferentes
a las nuestras. Y eso conlleva ampliación personal, crecimiento,
enriquecimiento, altura, perspectiva y profundidad. La interioridad rica
hace que la relación entre los amigos se amplíe. Una amiga
me decía hace poco -hablando de otra persona-la satisfacción
que le producía tratar con ella "porque es de esas personas
que tienen algo que aportar".
El hombre con interioridad es capaz de ver sentido a todas las cosas;
y en cierto modo de darles él mismo el sentido puesto que es él
quien lo capta, lo descubre y -en ese sentido- lo crea, lo recrea. Por
eso, forma parte del "tesoro" de la amistad tener amigos con
un gran mundo interior.
La amistad de las personas es un regalo. El regalo es mayor cuanta mayor
sea la interioridad y la intimidad compartida. Esta debe cuidarse y en
ella juega un papel muy importante el saber mirar porque puede franquearnos
el paso al alma del amigo.
Una vez dentro, el mundo se abre ante nosotros de un modo desconocido
y luminoso que provoca en nosotros muy diversos sentimientos (admiración,
compasión, respeto, etc.), pero siempre el de "desear el bien
del amigo, por el amigo mismo" |